Dolor

—Por Agustín Del Boca

La marcha es eterna. Monótona, unísona, recorriendo pasillos negros iluminados por la luz primitiva y débil del elemento ígneo. Túnicas rozando el suelo de piedra. Sonidos guturales de un himno, integrado por voces sufrientes y agradecidas. Entre esas voces, está la suya. Él. Uno más en esa comunidad, esa mente unificada que ahora era su familia. Está orgulloso de formar parte de algo más grande e importante, la misión más noble de este mundo condenado. Pero un sonido surge entre esas voces y llama su atención.

Se detiene y se mira a sí mismo. El resto continúa. Es un ruido débil, aunque intenso. Un sonido intruso, como una hierba rebelde que se asoma entre los adoquines que son el ritual y el dogma del grupo. Nada puede ir en contra del dogma, ni siquiera ese sonido. Así que toma una decisión y se abstrae de la masa.

Camina en dirección contraria, buscando su origen. Atraviesa las presencias físicas de sus hermanos y hermanas. Aquellas, las túnicas rojas que arrastran los cuerpos que las habitan. Su rebeldía es vergonzosa, humillante. Encuentra paz en una de las enseñanzas de sus maestros: “el sacrificio es el único placer”. Se regocija en esa vergüenza y la ansiedad que le produce. Todo sea por encontrar eso que lo perturba.

Se pregunta por la naturaleza de ese sonido. Lo busca con la mirada y no lo vé. Intenta olerlo y no lo siente. Hurga dentro de su mente, pensando que puede ser una idea. Solo puede escucharlo. Alto y claro, un alarido de desesperación. Un grito de terror puro y sufrimiento. Agudo e infantil, un eco transportado por los pasillos negros. Una canción de dolor.

Movido por ese grito, arrastra su túnica en contra de la marcha. Esa marcha cruel, inhumana, esclava. El festejo de los que se entregaron a algo superior. El grito tiene sus pausas, aunque él no se detiene. Sabe que el sufrimiento no desaparece, solo se esconde. Se imagina como un cazador, acechando una presa que desea que le pongan fin a su miseria. Disfruta el acecho, pero el silencio lo desespera. Teme no poder ponerle fin a su obsesión. En una larga pausa del llanto, se siente fracasar.

Se detiene. Comienza a dudar. Quizás, nunca existió ese sonido. Quizás, el Poder Superior lo estaba poniendo a prueba. Se arrodilla y reza. Las túnicas rozan con su figura patética; lo invitan a olvidar su frustración y compartir su sufrimiento con el resto. Pero él se resiste. Reza y las lágrimas caen de sus ojos. Finalmente, lo vuelve a escuchar. La marcha trajo el sonido hasta él. Su paciencia fué recompensada. Obra del Poder Superior, sin duda.

Al final de la fila de túnicas, la raíz de su inquietud: una pequeña partícula de vida. Un alma fresca, sangre limpia, carne nueva. Dos hermanos cargan a esa criatura recién nacida. Aún así, le molesta su presencia en ese ritual y toda su existencia. Odia la forma en que su llanto inocente arruina la procesión. Ya olvidó el motivo de la marcha eterna, cómo ha olvidado tantas cosas e imaginado muchas otras. En este momento, lo tranquiliza saber que el llanto es real, y su origen le produce una ira incontrolable..

Así que se acerca a esa pequeña bola de vida, se cierne sobre ella, y silencia el llanto. Sus hermanos lo miran. Él los ignora. Esa criatura todavía no cumplió su rol, sea cual sea, pero él se alegra de poner fin a su miedo. Siente el placer mientras sus manos se llenan de muerte. Se alimenta de ese sufrimiento ajeno mientras lo llaman “hereje” y “traidor”. Él sabe que cometió un pecado. Lo hizo por su comunidad y por su ritual. No le corresponde terminar con el sufrimiento de otros, sólo incrementarlo, ni tampoco debe sentir satisfacción alguna. “El sacrificio es el único placer”

Y de esa forma, luego de su sacrificio por su familia y la marcha eterna, se deja llevar mientras las túnicas lo rodean y las uñas de sus hermanos y hermanas se clavan en él y se hacen cargo de su sangre sucia y su carne vieja.

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