Lo cierto es que, entre otras cosas, soy un lector empedernido de noticias –me parece fundamental estar enterado del diario acontecer, ¿qué tal que un día se va todo a la mierda y yo igual voy a trabajar? — y todas las mañanas hago zapping por los principales portales de noticias de la Argentina, El Salvador y Estados Unidos. Dado el estado actual de las cosas –sobre el que no me pienso expedir, pero que considero tétrico— encuentro más que necesario escuchar, escribir y compartir cosas que salgan un poco de lo habitual y quizás, con suerte, generen sensaciones novedosas para quienes las escuchen.
Hace ya unos meses me crucé con el comentario de un ucraniano en un foro ruso de piratería que hablaba acerca del free jazz, lo que inevitablemente me llevó a la obra de Albert Ayler, cuyo primer álbum, Spiritual Unity (1965), me hizo pensar acerca de los orígenes de la música.
En lo personal, me imagino que la primera canción de la historia surgió más o menos así:
Un grupo de cavernícolas se está refugiando de una tormenta muy fuerte dentro de una cueva. Es una tribu pequeña, no pasa de los veinticinco, contando bebés, niños y adultos. Cuando ya es de noche, una niña cavernícola se aleja del grupo, explorando la cueva, hasta que encuentra dos rocas. Se le ocurre agarrar una en cada mano y golpearlas entre sí: tac. Siente algo extraño, algo dentro de sí que la compele a hacerlo de nuevo: tac, tac, tac, tac, tac, tac…
El grupo, desconcertado, la voltea a ver.
Con la lluvia y los relámpagos de fondo, la niña sigue con el golpeteo a la vista de todos.
Le duelen un poco los brazos, pero no quiere parar. Es más, por un momento piensa, en sus formas primitivas, que no puede.
Poco a poco, otros integrantes de la tribu se empiezan a sumar, con gritos, chasquidos y gruñidos, todos, sorprendidos porque están sintiendo algo nuevo dentro de sí.
Y repetirán el acto –con múltiples variaciones, por supuesto— hasta dar con una secuencia que los haga sentir ese algo y otros algos.
En esa suerte de ruido primordial, los cavernícolas exploraron por primera vez un universo de cosas y conceptos que antes no habían siquiera percibido y se adentraron progresivamente hasta dar con un ritmo o una melodía que los hizo sentir otras cosas nuevas. Y es que creo, con total honestidad, que toda música es fundamentalmente, una búsqueda constante dentro del universo de sensaciones auditivas.
Es un poco difícil de digerir el estilo de Albert, y este disco en particular aún más –algo que él lo tuvo muy presente en vida. Lo contó en varias entrevistas: cuando tocó por primera vez en el Five Spot, uno de esos bares emblemáticos del jazz, la gente se fue y solo quedaron los otros músicos, que estaban atónitos ante lo que acaban de escuchar. Uno de ellos se le acerca y le dice “quisiera poder tocar como vos”—, hay algo muy interesante que está ocurriendo: toca el saxofón como si estuviera buscando una melodía; a veces la encuentra y luego la pierde.
Poco y nada tienen en común los casi treinta minutos del álbum con elHimno Hurriano No. 6, que es la canción más antigua de la que se tiene registro –que por cierto suena exactamente como uno esperaría que suene—; y sin embargo, la canción de Ayler suena y se siente mucho más antigua. ¿Por qué? Porque parece revisitar ese momento, no desde el pasado, sino desde su presente. En Ghosts: First Variation, la primera canción del álbum, parece querer sintonizar una antiquísima emisión de radio con las primeras melodías.
El free jazz surge a finales de los años cincuenta, como un desprendimiento del bebop, de la mano de Cecil Taylor y su álbum Looking Ahead de 1959, las fronteras de la música empiezan a correrse. Meses más tarde Ornette Coleman incursiona en ese terreno desconocido con su disco –el título es simplemente genial— The Shape of the Jazz to Come:quisiera decir que cambió el curso de la música para siempre —es muy bueno, sí—, pero las cosas están cambiando constantemente.
El 10 de julio de 1964, Albert Ayler junto al baterista Sunny Murray y el bajista Gary Peacock graban Spiritual Unity, que parece ser la primera reflexión acerca del origen de la música desde este nuevo terreno aún en proceso de ser descubierto. Según cuenta la leyenda, el ingeniero del estudio donde estaban grabando encontró tan insoportable el sonido que dejó la cabina a media grabación y solo volvió por unos segundos para cambiar la cinta.
Casi seis meses después, el 9 diciembre de 1964, el saxofonista John Coltrane –quien por cierto era uno de los músicos que quedó impactado con el sonido de Albert Ayler en aquel primer número en el Five Spot— graba A Love Supreme, que es una oración a los dioses que se encontró en ese terreno desconocido y una muestra de los poderes que éstos le concedieron. Con las revelaciones del free jazz va y construye el jazz espiritual.
Si bien Coltrane era uno de los jazzistas más relevantes del momento –de la historia, inclusive; hay quienes dicen que toda canción de jazz es un diálogo con él, Miles Davis y Thelonious Monk—, admiraba y apreciaba profundamente a Albert y su obra, al punto que llegó a recomendarlo con su discográfica, Impulse!, y dos años más tarde, ya en su lecho de muerte, pidió que él y Ornette Coleman tocaran en su funeral.
En una entrevista grabada en 1970, meses antes de morir en circunstancias misteriosas –todo apunta a un suicidio—, Albert cuenta cómo lo tomó por sorpresa la noticia de la muerte del saxofonista. Nadie, ni su propia esposa, sabía que Coltrane tenía cáncer de hígado. La escena que describe es terriblemente triste y hermosa:
“Bob Thiel me llamó y me dijo ‘Albert, ¿sabes qué?’, ‘¿Qué?’, le pregunté y me dijo ‘Coltrane está muerto’. Yo dije ‘No, estás bromeando’, no lo podía creer, ¿sabes? Él era tan hermoso, nunca se enojó con nada. Y después él dijo ‘Su último deseo fue que tú y Ornette Coleman tocaran en su funeral’. Yo me pregunté, ‘pero, ¿cómo voy a tocar llorando?’ La idea de estar nosotros arriba y él abajo, en el suelo.”
Primero tocó Ayler, luego Colemann. Afortunadamente existen grabaciones –aunque muy artesanales— de ambas actuaciones. La de Albert es particularmente hermosa:
Parece estar invocando al espíritu de su amigo mientras toca, y diciéndole adiós, rindiéndole honores a ese dios pagano en el que se convirtió Coltrane. En las notas del álbum Love Cry cuentan cómo Ayler pensaba que la Santísima Trinidad que Coltrane describe en la primera canción del álbum Meditations no eran más que ellos dos y Pharoah Sanders: “él era El padre, Pharoah el Hijo y yo el Espíritu Santo. Y solo él podía decirme cosas como esa”.
Cuatro meses después de la muerte del bueno de Albert, Alice Coltrane, una pianista, arpista, compositora y viuda de Coltrane lanzaría, junto a Pharoa, el álbum Journey in Satchidananda, que va más allá que todos los que la precedieron y se introduce en ese universo nuevo y sensorialmente inaccesible hasta dar con el espíritu de su marido muerto en la cuarta canción Something About John Coltrane.
¿Adónde voy con todo esto? Hacia una idea más divertida que la respuesta cientificista a la pregunta por el origen de la música: aquellos antepasados nuestros, esos cavernícolas que hacían ruidos dieron con algo nuevo, algo secreto hasta ese momento. No, la música no la inventamos, la descubrimos.
¿Tiene sentido? Un poco, no demasiado. Sí, quizás, más que todo lo que sale en las noticias.
Una última cosa: me he debatido mucho acerca de la mejor manera de compartir música, porque al final es lo que espero poder hacer con todo esto y tomé la sugerencia de mi amiga Celi, por lo que he decidido crear playlists para cada entrada. La que corresponde a este número es posible encontrarla acá.
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