La última estación

—Por Nereida H’antik

Desde que Brenda se subió al vagón, no levantó la vista del suelo. El traqueteo del tren no alcanzaba a cubrir el eco de sus pensamientos. En la estación anterior había dejado atrás más que una dirección: a su marido, después de la última discusión. El portazo en la cara, los papeles del divorcio sin firmar escondidos en la biblioteca, y una promesa rota.

El asiento de plástico crujía cada vez que cambiaba de postura, como si el vagón también se quejara del peso que llevaba.
Mauro, su amigo, subió en la estación siguiente. Se sentó frente a ella, la observó con una mezcla de preocupación y respeto. Sabía que algo había pasado, pero no preguntó de inmediato. Solo la saludó con una sonrisa leve, como quien espera que el silencio hable primero.

Intentó sacar un tema trivial, alguna anécdota sobre el trabajo, pero Brenda seguía allí, atrapada en ese portazo que aún resonaba en su cuerpo. No podía volver atrás, tampoco sabía si quería.

—¿Y ahora qué vas a hacer? —preguntó Mauro, suave.

Ella lo miró por primera vez. Tenía los ojos hinchados, pero en ellos ya no había furia. Solo cansancio. Y algo parecido al alivio.

—No lo sé. Pero al menos ya no voy a mentirme.

El tren seguía avanzando. No sabían a qué estación bajarían, pero por fin Brenda había decidido viajar con los ojos abiertos.

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