
Por Oscar Ojea —
La nueva medicación hace que le tiemblen las manos. Hasta le molesta ese olor en el cuello. ¿Será la campera? No, no es la campera. Ya está acostumbrado al olor a perro que nadie soporta y el perfume Kenzo no puede tapar, además de dejarle la piel más grasienta. Le pican las falsas patillas, le pica el cuero cabelludo, ese pedazo que se pone para tapar la peladita de la coronilla le trajo un sarpullido. Se pasa los dedos por debajo del pelo y se despega un poco la prótesis para rascarse. Fricciona los dedos para tratar de quitarse el pegote. La chica de comunicaciones trata de arreglar siempre todo con filtros. “¿Creés que no se nota? ¿Creés que no se notan los filtros?”, se pregunta. “¿Qué me dieron? ¿Es la medicación, o me dieron otra cosa?” Que nadie le vea los lentes de contacto que le azulan el gris pálido aunque se le irritan los ojos, ¿le habrán dado veneno? Está viendo medio borroso. Debe ser el calor de diciembre. “No te preocupes, el helicóptero hace circular el aire”, le dijo en X un zurdo de mierda.
Hoy todos alrededor tienen esa sonrisita bardera una milésima de segundo después de que les habla. Qué feo que no te tomen en serio, ¿no? Y la cabeza le pica, y el olor en el cuello, él tenía el olor a perro, pero esto es distinto, el sudor a trapo rancio no es tan fuerte, pero no viene de la ropa: está en la piel.
“¿Te enteraste de lo del vocero?” escucha mientras baja por las escaleras. “Tuvo un ataque de pánico y se encerró en el baño al lado del despacho. Fueron cuatro granaderos a buscarlo. Cuatro personas para el trabajo de una, ¿a eso le llaman ahorrar?” Quiere que se callen, pero está demasiado atareado para dar más órdenes. “No quiso abrir. Decía que escuchaba que alguien le gritaba: ‘¡MANUEL! ¿MANUEEEEL? ESTÁS DEBAJO DE LA MESA?… No, no estás debajo de la mesa … ¿ESTÁS ADENTRO DEL ROPERO? ¿MANUEL? No, no estás adentro del ropero…’ Pero los granaderos no escuchaban a nadie. Se lo acaban de llevar, atado en una camilla. Yo no sé, la ambulancia esa no parecía del SAME. ¿Le viste la patente?”
Recibe un mensaje de su secretaria: voy a seguir llamando a la embajada, pero no contestan. Nadie contesta. “El que va a tener que dar respuesta sos vos”, se escucha decir, o dice, porque lo que acaba de hablarle es su propio reflejo en un vidrio.
Alguien del personal de seguridad se le acerca:
—Disculpe, Señor…
—¿Qué? ¿Qué pasó ahora? —responde con una voz menos sonora de lo que esperaba.
—Su hermana, Señor. —El hombre tiene temor en la mirada.
—¿Qué? ¿Qué necesita? Ahora voy.
—No, Señor, no es eso. Está estabilizada. Pero no la pueden despertar. Se tomó un blister entero de Rivotril.
—¿Qué?
Piensa “¿qué hago sin el Jefe?” y escucha como un eco mientras le sube la presión. “Genera un alto grado de somnolencia pero se puede recuperar… Caída de la presión arterial y disminución severa de la respiración…”
—¿Cuándo? ¿Pero qué, es pelotuda?
El hombre de seguridad se le queda mirando como si no hubiera nadie ahí.
—Ejem —dice y se tapa la boca.
—Soldado, le estoy haciendo una pregunta. —Eleva la voz y ahora grita —¡Soy el Comandante en Jefe de sus Fuerzas Armadas!
El hombre se disculpa con un gesto ante el reflejo en el vidrio y se dispensa con una leve reverencia.
—¿Pero qué carajo pasa? —Nadie lo escucha pero todos miran con solemnidad al reflejo. Detrás del reflejo en el vidrio repartido, el otro da un paso al costado de la puerta y todos lo siguen al salón contiguo. Es idéntico a él.
—¡Soy el presidente de la república! —grita él, o cree que grita, pero todo el
personal de la Casa se va con el otro. Lo ve subir a un palco pequeño. Desde ahí
arriba, el otro enuncia con solemnidad un balbuceo incomprensible que todos corroboran con la cabeza, Se escucha una orquesta afinando, y entre los instrumentos, un violín canta la Marcha Peronista.
—¡Les dije que lo echen! ¡Ese no puede estar acá! —grita furioso, pero nadie lo escucha. Uno de los empleados de la Casa, de traje, lo mira como excusándose y
se tapa la boca para toser. El otro cobra efusividad en su balbuceo incomprensible,
y su público responde con tímidas toses, tapándose la boca.
—¡Basta! —cree que grita, y le tiemblan las rodillas; no consigue sostenerse en pie y primero gatea, hasta que se rinde de espaldas al suelo. Lo aborda un equipo de paramédicos con una linterna, un estetoscopio, lo revisan, y él los escucha hablar entre ellos. ¿Qué dijeron? Son palabras al revés, ¿qué idioma hablan? “Debe ser Victoria. Todo esto es obra de Victoria”, piensa. La voz del otro se torna desbordante en el palco para enano y las toses se sueltan a garganta viva, él sólo ve los tobillos y los zapatos, pero escucha cómo todo el personal de la Casa despliega la mandíbula, salivando el aire con estornudos arrebatados. Uno de los paramédicos gesticula y en palabras extrañas parece decirle “quédese tranquilo, señor, quédese tranquilo”.
Uno de ellos tiene un handy. Ya a punto de desvanecerse, lo escucha hablar en perfecto argentino: “Lampone, entra la tercera ambulancia en cuatro, tres, dos, uno…”