
—Por Malena Paredes
El matadero
Era común que una tarde como aquella, las bestias cuadrúpedas, mansas y resguardadas, pastaran a lo largo y ancho de la propiedad del matadero. Una recreación común, que mantenía el ánimo general de los animales en su justa medida de energía mínima, sin hastíos, pero sin la soltura propia de la domesticación. Los numerosos pares de ojos negros solían enfocar su paisaje repetido con desdén.
Sin embargo, esta tarde era de aquellas otras, en las que una sola cabeza de ganado era expuesta al exterior, en la zona exacta en la que se conectaba el único camino conductor hacia el rancho principal con la tranquera de los toros. De pie, casi tan inmóvil que ya parecía muerto, el ejemplar atado al extremo de un tronco ignoraba la presencia de una docena de hombres que iban y venían del otro lado de la tranquera. No podía importarle menos, quizás se le oyera a uno comentar, con tal de tener con qué entretenerse.
El espacio que ostentaba más verdor y yuyos carnosos con los que saciar el hambre y el aburrimiento por partes iguales.
Entonces, por fin, salió del rancho el segundo espécimen de interés: el hombre de un metro setenta y tres, robusto, descamisado. Otro ejemplar de ojos negros, que parecía caminar tan pesado como el animal. En vez de enfocar los yuyos, se miraba las manos, replegaba y extendía los dedos, rotaba las muñecas sin forzar la articulación. Calentaba en silencio.
—Mas Ōyama — lo interceptó un hombre salido de la docena de cabezas—. Perdone la intromisión. ¿Tendrá un minuto para una entrevista rápida?
Ōyama subió la cabeza y de un instante a otro el semblante se le iluminó en una sonrisa afable. Aun así, rechazó responder cualquier pregunta que no remitiera al prodigio que los hombres presenciarían esa misma tarde. Al periodista se le borró todo entusiasmo en la cara. Quería la primicia, meterse en la cabeza de un maestro karateca recién salido de la cárcel, ahora tendría que renunciar a un posible ascenso. Los hombres comunes no podrían jamás increpar a un dios viviente, uno de los más grandes héroes del Japón moderno.
Cuando ambos pares de ojos negros se enfocaron, mientras la lente de cada cámara —tres en total, con tal de captar la hazaña en sus mejores ángulos— era ajustada y el director del grupo audiovisual daba sus recomendaciones, la bestia sonriente extendió su mano hacia la cabeza de ganado. Dos palmadas suaves entre los cuernos, cual viejo amigo con el que se acababa de reencontrar, y unas palabras de aliento. Atónitos, los presentes observaron al animal, que tenía la potestad de sacárselo de encima con un simple bufido, no hacer nada más que terminar su bocado de yuyos. El comienzo del espectáculo se había adelantado.
El maestro karateca saltó la tranquera y aguardó la señal. Acción. Les costó varias tomas enlazar uno de sus tantos golpes con el canto de la mano y la caída del cuerno roto del toro. Nadie lo cuestionó, ni en el proceso, ni en el final.
Un golpe, una muerte
A los héroes de una nación se les debía respeto, sobre todo en un pueblo tan orgulloso de sus estandartes antiguos y modernos.
Sin embargo, no era la admiración lo que motivaba al silencio de comentar esa desgracia, era el pedido del propio protagonista, con la necesidad de no eclipsar su figura de maestro de artes marciales con la de un… asesino (involuntario). Pese al morbo que pudiera ocasionar, pesaba más ese respeto que la intriga.
Aquel hombre apodado Ichi geki, Hissatsu (Un golpe, una muerte) por sus congéneres conocería la manifestación de su título a finales de la década del ’50, una noche funesta en la que se encontró de cara al peligro callejero. Ōyama había derrotado a un sinfín de oponentes con anterioridad, conocido por ser capaz de acabar una pelea con un solo golpe, sin dar oportunidad al contraataque. En esos casos, primaba la efectividad y velocidad con la que se atacara, usar la técnica más pulida que se tuviese en el arsenal, y ejecutarla como si fuese tu última vez.
“Si no es él, soy yo”: el tipo de pensamiento que activaría el sentido de supervivencia ante un ataque, ya no era hipótesis, ya no era concepto. Una amenaza real debía ser contrarrestada con letalidad real.
O este era el juicio de valor comúnmente aceptado.
El intento de agresión a mano armada terminó en el instante en que se escuchó, en esa calle desolada, un ruido poco común. Como un chasquido dentro de una bolsa rellena de gelatina. Apenas audible. El maestro karateca empalideció mientras su atacante caía, cual costal de papas, al piso. Un grito de dolor pareció despertar a todos los perros de la cuadra, pues se asemejaba al aullido de un can atropellado, y junto a ellos despertaron los dueños.
Ōyama miró su mano hecha puño, intacta, sentía el rumor del impacto en los dos primeros nudillos. Conocía muy bien las articulaciones luxadas y los huesos tibiales fisurados, pero nunca en su vida había sentido un cráneo rompiéndose.
Avergonzado reportó el hecho, se entregó a la policía, y declaró. El tiempo que duró en la cárcel solo tenía una cosa en mente: prohibiría por completo los golpes a la cabeza y a la cara con los puños en su dōjo (escuela).
“De los errores se aprende”: el juicio de valor que sí aceptaría un guerrero.
Mano de Dios
Otro de sus grandes títulos, Godhand, referente a su fuerte principal: los puños. Esas manos forjadas sobre el ardor del sudor y la sangre, interminables horas de entrenamiento en soledad, en compañía, al sol y a la oscuridad. Una leyenda viviente en las artes marciales, un dios de la nueva era, un prócer moderno…
Un mortal, como cualquier otro.
Chiyako, su esposa, lo amaba. Kikuko, su hija, también. Familiares y amigos fueron los que han quedado en sus últimos días de vida, una vez caído en cama por un cáncer pulmonar. Retirado a fuerzas de la senda de la mano vacía (karate-dō), incapaz de volver a luchar, Ōyama esperó pacíficamente su infranqueable deceso. Manos curtidas y callosas sostenían ahora los utensilios con una suavidad inusitada, la misma con la que acariciaba a su esposa y la misma con la que sostuvo a su niña en brazos al nacer.
Oshiro, su último uchi deshi (discípulo interno), fue el único estudiante de su escuela al que la familia dio acceso a una visita. Este fue a su encuentro con ideas equívocas en la cabeza, convencido de que lo vería abatido y sin ánimo. Se había preparado para ese golpe, pues su maestro de mal humor no era fácil de tratar. En cambio, su impresión al saludarse fue tal que se apuró a sentarse en posición seiza (de rodillas) para que no se le notara el temblor de las piernas.
—Te ves triste —le dijo—. Cuéntame, Ōshiro, qué pasa. ¿Tu novia te dejó?
Se olvidó de prepararse también para ese sentido del humor descarado. Alargaba a propósito la primera sílaba de su nombre, de forma en que pareciera que estuviese a punto de nombrarse a sí mismo. Una burla que ese día le sonó a un halago, por esa misma suavidad trasladada a la entonación.
Se prestó como vocero de la escuela e intermediario entre Ōyama y los candidatos a heredar el puesto de líder en su lugar, ya que la sede central se había sacudido hasta los cimientos. Nadie contemplaba la idea de la falta de su maestro, ni siquiera él mismo:
—Son todos unos mocosos impertinentes.
La charla duró horas, siempre era bueno recordar los buenos tiempos, según el maestro eso era algo que debía permitirse muy poco para que tuviese más valor ese recuerdo. Oshiro, atento, le seguía el juego, esperando a que retomara en algún momento el gran tema de conversación. Dio la hora en que le trajeron una bandeja con la cena, y el discípulo observó la manipulación de los palillos, aún había firmeza en los debilitados dedos.
—Yo también fui muy impertinente —comentó con soltura—. Casi me asesina un toro en mi viaje a México. Quién diría que los animales salvajes son más letales que los que están a punto de ser sacrificados.