El teorema de Fink

— Por Agustín Del Boca

Existe una armonía perfecta producida por el balance entre ciertos elementos de todo lo que me rodea. La luz entrando por la ventana, que ilumina la habitación aunque no me toque con su luz. El viento que sopla, pero no silba. La gente que se abstiene de salir a la calle a esas horas. El sonido de las copas de los árboles que se mueven con el viento. La textura del almohadón sobre el que descanso los pies. El aroma del café recién hecho. Todos ellos detalles dispersos que juntos hacen a la receta perfecta para la paz interior.

Es en ese momento que levanto el libro a mi derecha. El olor amargo del papel nuevo marida bien con el aroma del café. La aspereza de la hoja en mis dedos es justo lo que ellos necesitan. Incluso el pequeño crujir de las páginas al voltearlas tienen un efecto sublime en un momento como este.

Pero hoy justamente no es un día de armonía. Hoy es casi perfecto, o quizás un caos total, porque cuando algo irrumpe en esa perfección, desbarata el orden de todo aquello que antes me relajaba.

Con un zumbido, una mosca entra en la habitación. Lo arruina todo. Leer no es lo mismo cuando está ese ruidito que impide concentrarse. Un “iiii” que se hace más fuerte y más débil, que pasa de un lado a otro de la habitación, sin rumbo fijo. Sin propósito ni razón. ¿Quién la mandó a volar hasta acá? ¿Por qué tiene que emitir semejante sonido un insecto tan insignificante? Preguntas que me alteran y me tuercen la consciencia mientras no puedo pensar en otra cosa. 

Un solo ruido centra toda mi atención en el animal. Me encuentro filosofando sobre la naturaleza de un sonido que bien puede ser el sonido del movimiento planetario en torno a mi. ¿Por qué existe la mosca en primer lugar? ¿Qué función a la madre naturaleza puede cumplir un bicho feo, peludo, gordo, baboso, con ojos gigantes y horribles, unas patas más feas todavía y una atracción enfermiza al azúcar y al la putrefacción? Un bicho morboso, carroñero, mugriento, odioso y claramente odiante. Me cuesta imaginar a semejante monstruo de terror justificando su existencia con otro motivo que no sea el de resultar detestable en todos sus aspectos y con otro fin que no sea el de ser aniquilado por el hombre.

Un sapo, eso es lo que necesito. Un animal que se deshaga del problema de las moscas. Pero de tenerlo conmigo, correría otro riesgo: el de los sonidos del sapo. Ningún ser vivo sería la opción más óptima. Lo más óptimo es la ausencia. Que desaparezcan todos. Que no haya nada excepto el silencio.

Y el silencio se hizo. La mosca desapareció. Al menos, sé que dejó de volar. En mi introspección, concentré mi atención a aquel lugar central, desde el cual podía disfrutar las pequeñas cosas, para afrontar cualquier otra posible molestia. Mi conciencia escrutó toda la habitación y, desde fuera, me vi a mi mismo: un tipo sentado en un sillón, con los pies apoyados sobre un almohadón en una mesa ratona, con un café al lado y un libro en la mano. Me sentí mundano, casi inerte, pero el olor del café volvió a traer el mundo de sensaciones hacia mí, y pude volver a mi estado de relajación.

Quizás, necesitaba esa trascendencia. Quizás, era necesaria una interrupción que me pudiera llevar a ese lugar. Quizás, el propósito de la mosca es distraer y ya. Y puede que la distracción sea necesaria. El concepto de alcanzar la concentración absoluta en algo solía resultarme el más noble de los objetivos pero, en ese momento, la creía sobrevalorada. Existe un lugar entre la concentración y la distracción, entre el orden y el caos, entre el bien y el mal, que es buscado por muchos como si de una Terra Nova se tratase. Un Santo Grial del cual beber, una Atlantis donde vivir. Yo me considero un habitante del mundo de los sentidos, de la concentración. Un erradicador de moscas. Pero no por eso invalido el valor de dicho balance. Mi balance, es el del café y el papel y el almohadón y la tenue luz y todas las cosas placenteras. Este es mi lugar, mi cielo.

Y ahí viene la mosca otra vez, para imposibilitarme el paraíso.

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