Del color del tomate

—Por Lara Buonocore

Era verano y estábamos de vacaciones en Miramar con mi familia. La rutina era la típica de la costa: levantarnos temprano, bajar a la playa, pasar la mañana ahí, más tarde ir a algún parador a almorzar, y volver a la playa hasta que atardecía. Ese año el mar estaba especialmente revuelto y yo me sentía feliz porque podía barrenar las olas cada vez que me metía.

Tenía trece años y estaba en ese momento bisagra en el que ya no me sentía una nena, pero tampoco estaba cómoda con la adolescencia. No me sentía lista para arrancar el secundario en marzo. Mi cuerpo flacuchento me resultaba extraño, las piernas que parecían dos escarbadientes sin forma, esas tetas que eran una elevación mínima en el medio de mi pecho e intentaba tapar todo el tiempo. Me sentía rara con la bikini, expuesta, como si anduviera desnuda por la playa.

Durante el día nos la pasábamos jugando con mi hermano y mi prima: carreras desde la sombrilla hasta el mar, partidos del UNO en las reposeras, al “simón dice que” en el agua, las escondidas; todo lo que se nos ocurriera. Mi hermano es tres años más chico que yo y mi prima cuatro. A veces, me daba la sensación de estar fuera de lugar, me preguntaba qué hacía todavía jugando a esas cosas con gente mucho más chica que yo. Cuando me daba vergüenza y sentía que tenía que actuar como una persona más grande, me tiraba en una reposera a leer y los miraba allá, a lo lejos, divertirse sin mí.

A la tardecita volvíamos al departamento a merendar galletitas con leche chocolatada o tereré. Nos filmábamos actuando y bailando con Video Star, mi prima siempre era la protagonista junto a mi hermano; yo aparecía poco, prefería grabar. Lo hacíamos hasta que nos obligaban a bañarnos para salir a cenar. Casi todos los videos eran con We can’t stop de Miley Cyrus porque yo estaba obsesionada con esa canción y no paraba de escucharla. 

Esa noche fuimos a una pizzería en el centro. Antes caminamos un rato por la peatonal, entramos a los negocios que venden alfajores, imanes o recuerdos, y también a una farmacia a comprar más protector solar. 

Llegamos a la pizzería y los adultos se sentaron por un lado, nosotros por el otro. Nos pusimos a hablar de lo que íbamos a hacer al otro día en la playa y miramos los videos que habíamos grabado esa tarde con mi celular. Entré a WhatsApp para revisar si tenía algún mensaje nuevo, aunque ya lo había visto, la notificación decía cero. Ninguna de mis amigas me había escrito y eso me puso triste, sentí que ya nos estábamos separando, de a poquito. 

La primaria a la que había ido hasta ese momento era pública y no tenía secundario, entonces no me quedaba otra que empezar en un colegio nuevo, y eso me llenaba de miedo. Me preguntaba si sería capaz de hacer nuevas amigas. En confianza era extrovertida, pero si no conocía a nadie me volvía una persona muy retrotraída y nerviosa, se me trababan las palabras en la garganta y no podía hacerlas salir de una forma coherente, que no resultara extraña.

Esperé a que pidiéramos la comida y fui al baño. No había nadie, solo se escuchaba el reggaetón de fondo y mi respiración. Entré, trabé la puerta y me bajé el short de algodón, lo usaba casi todos los días porque no me gustaban las polleras. Después, la bombacha. Tuve unos segundos de ignorancia mientras hacía pis mirando hacia delante, a la puerta llena de grafitis y mensajes secretos.

Cuando terminé, fui a subirme la bombacha y la vi ahí, espesa, invadiendo todo. Se había teñido la tela amarillo pastel de un color bordó, amarronado. Me sorprendió porque hasta ese momento había creído que la sangre era roja, del color del tomate. Un escalofrío recorrió mi columna y se me erizaron los pelos de los brazos y las piernas.

Al instante sentí el olor, demasiado fuerte, invasivo, incluso feo.

Hace tiempo estaba esperando que pasara, con una mezcla de ansiedad, miedo y curiosidad, pero de todas formas me sorprendió. En los últimos meses se había vuelto un desafío ir al baño, en alguna de esas oportunidades iba a pasar, yo lo sabía, pero cada vez que hacía pis y no encontraba nada ahí, respiraba aliviada. 

Sentí cómo se humedecieron mis ojos y en un instante las lágrimas comenzaron a recorrer mi cara, bajaban por los cachetes hasta caer sobre mis piernas. Tenía la vista nublada, intenté limpiarme con el dorso de la mano, pero no servía de nada, no paraba de llorar. Lo hacía en silencio, solo se escuchaba el ruido que hacía mi nariz tapada cuando succionaba los mocos para adentro.

Desde ese día, los baños públicos se volvieron mi lugar predilecto para llorar, mi refugio para ir a descargar y después seguir con la cotidianidad. En ese momento todavía no lo eran, y me sentía incómoda, con frío, sola, encerrada en un cubículo sucio.

Seguía parada en cuclillas, sin tocar la tabla del inodoro, y empecé a sentir una quemazón en los músculos de las piernas, agotados ya por el esfuerzo de sostenerme en esa posición por tanto tiempo. Me temblaban las manos.

Volví a vestirme lo más rápido que pude y fui a la mesa a buscar a mi mamá. Vio las lágrimas en mis ojos y no me preguntó nada, simplemente se levantó y me siguió. Mientras caminaba sentí la sangre pegoteando mi entrepierna y me dio asco. 

Entramos al baño y le conté, con la voz entrecortada por el llanto. Mamá me repetía, no llores, es normal, tranquila, no llores no llores, ahora te ponés papel ahí para no seguir manchándote y cuando terminamos de comer pasamos por la farmacia a comprar toallitas. 

Mi cuerpo se tensó al escuchar la palabra: no había vuelta atrás. Cada mes, a partir de ese momento, tocaría eso. 

Ya no podía actuar como si fuera más chica de lo que en realidad era, mi cuerpo me delataba. La sangre ahí abajo cambiaba todo, sus efectos eran irreversibles. 

Terminó la cena. Volviendo al departamento paramos en una farmacia: mamá se bajó, yo me quedé parada en la vereda con mi papá y mi hermano. Tenía los ojos rojos y húmedos; me sentía frágil, sin energía. Pasaron unos minutos de silencio, ninguno de los dos habló. No sé si mi hermano sabría lo que me pasaba, pero mi papá probablemente sí, supuse que mi mamá había encontrado un momento, aunque mínimo, para avisarle.

Salió mamá con una bolsita en la mano y seguimos. Me sonrió.

Llegamos a la habitación y fuimos directo al baño. Me bajé la ropa y cuando vi la sangre empecé a llorar otra vez. Mientras yo me desvestía, ella fue a buscar una bombacha limpia. 

¿No va a salir la mancha de esta, no?, le pregunté cuando volvió a entrar. 

Capaz que sí, no te preocupes, me respondió, pero vi en sus ojos que no era cierto: iba a tener que tirarla. La dejé en el piso y me senté en el inodoro. 

Acomodé la bombacha limpia, pero no la subí: faltaba la toallita, mamá me tuvo que enseñar cómo usarla. 

Desplegás las alas que tiene al costado y la estirás bien sobre la bombacha, así, me decía mientras me mostraba, después le sacás todos los plásticos que cubren el pegamento y la pegás. 

Me costaba prestarle atención, la escuchaba a la distancia. Sin embargo, de a poco, empecé a tranquilizarme, seguir el paso a paso me gustaba, la suerte de ritual que había alrededor mío.

Antes de irse del baño, mamá me dijo que no tenía nada de malo, a todas las mujeres les pasa, así que no te preocupes.

Me quedé pensando en eso. A todas les pasa. Por un instante me calmé: no estaba sola. Tenía algo en común, pensé, algo que compartía, con cada mujer que conociera.

Salí del baño con la cara rígida de tanto llanto, la piel tirante, los ojos rojos. Me sentía ajena a mi cuerpo, como si me hubiesen arrancado la cabeza y puesto en algo que no era mío. Caminaba chueca, con las piernas separadas porque me molestaba el roce de la toallita con mi entrepierna. 

Entré al cuarto que compartía con mi hermano y lo encontré jugando al Nintendo, tirado en la cama. Fui a mi cama, al lado de la suya. Me acomodé la bombacha y el short varias veces hasta que logré una posición medianamente cómoda, en la que no sentía como si tuviera un pañal puesto. El ruido constante del juego de mi hermano me calmó: las cosas no habían cambiado de forma abismal, como me había parecido en el baño de la pizzería. Ahí, en ese momento y lugar, no me sentía diferente.

¿Qué te pasó?, me preguntó. Levantó la cara de la consola para mirarme por un momento, quizá intentando descifrarme. 

Me vino, le dije. 

Ah, me contestó él, y siguió jugando. Tal vez ni siquiera sabía lo que significaba eso, pero pareció quedarse tranquilo con mi respuesta. ¿Querés ver el nivel que estoy haciendo?, agregó. 

Sí, ahí voy, respondí.

Agarré el celular y abrí el grupo de WhatsApp con mis amigas: me vino, escribí. Ahora quería contárselo a todo el mundo, presumir mi adolescencia. ¡Ya era hora!, respondió una, por finnnn, escribió otra. 

Apagué el teléfono sin responderles y fui a la cama de mi hermano para verlo jugar. Después de un rato me quedé dormida, pensando en la sangre saliendo de mi cuerpo, escapándose de mí.

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