
Por Mario Cornejo —
Hay un cable en Las Toninas que conecta a la Argentina con internet. Siempre lo imaginé negro, grueso –hay un chiste acá, lo sé—, solitario, sobre la arena de la playa. Si este cable en cuestión llegara a cortarse —una bola de nieve que arranca con la eliminación de una norma viejísima por parte de algún turbio funcionario de gobierno— todo el país –o una parte importante de la población— se quedaría sin acceso a internet y todas sus maravillas: pagos electrónicos, historias clínicas almacenadas en la nube y todas esas series, películas y música que consumimos en formato de streaming.
No hay una prueba más fehaciente de la existencia del alma que la invención de la música. ¿Una serie de sonidos, de distintos orígenes, organizados de tal forma que nos hacen sentir cosas? Es un montón, es hermoso.
Uno de mis primeros recuerdos es en casa de mis abuelos maternos. Tendré unos tres o cuatro años, la casa me parece gigantesca y llena de secretos. Estoy en el suelo, ocupado jugando con unos legos viejos mientras mi abuelo lee el periódico —la mayoría de mis recuerdos de él son leyendo el periódico— y mi abuela atiende su jardín y canta una canción de la cual no me puedo acordar. Mi abuela, al día de hoy, siempre está cantando. Mi madre, por otro lado, lo hace solo cuando está feliz, y a mí un poco me pasa lo mismo. De tal palo, tal astilla.
La música es la obsesión familiar por excelencia. Acompañada de otras, compone los matices de la psique de un grupo familiar particular. No digo que vengo de una familia de músicos. —La facilidad con la que pasamos de una obsesión a otra, creo, nos aleja de la disciplina necesaria para entregarnos por completo a la práctica musical—. Pero somos gente que ama la música con intensidad.
Signado por la mala suerte que aqueja a la Argentina desde que ganamos el Mundial, me decidí a tomar mis recaudos ante la posibilidad de una catástrofe que involucre la pérdida del acceso a internet y me entregué de lleno a uno de mis pasatiempos preferidos durante la adolescencia: piratear música*.
Una vez ubicados los sitios correctos —muchos de los viejos blogs y trackers de torrents que compartían música han caído a manos del enemigo—, me dispuse a buscar y descargar mi biblioteca de Spotify para construir un búnker emocional que me permita sobrevivir el posible fin del mundo con alguna dignidad.
Llevo 187 gigabytes y no puedo decir que esté cerca de terminar. Me distraje en el camino y empecé a descargar lo que no estaba en mi biblioteca, yendo de artista en artista y de género en género –pero no, no me gusta toda la música— y no tengo intención alguna de parar.
No me quiero comprometer a usar este espacio para hablar solo de música –como dije antes, vengo de una familia de múltiples obsesiones—, pero sí puedo decir que lo utilizaré mayoritariamente para recorrer esos 187 gigas –y contando—, hasta que, inevitablemente, me obsesione con otra cosa, como las políticas de acceso a la vivienda a nivel mundial o la historia de la bicicleta. Sin embargo, siempre vuelvo a la música.
Espero que valga la pena.
*Hipotéticamente, por supuesto.